lunes, 29 de noviembre de 2010

Lara

Cuando teníamos cinco, o quizás seis años, fuimos amigas. Jugábamos en su casa, en la mía, en el patio del colegio o simplemente nos subíamos a la telaraña del parque para ser más altas que los otros niños. Le gustaba Casandra, mi tortuga; Lara era la única que la cogía en la mano, y la acariciaba, lo recuerdo como si pasase ahora, la acariciaba con un cariño galáctico.

Parecía que a Lara se le rompería la piel, lívida y endeble, a cada momento, pero solo era la apariencia; por suerte nunca le pasó algo tan extremo. Estoy segura de que se habría puesto tan histérica que intentar ayudarla habría sido en vano.

De todas formas, su rutina absorbía los golpes como nosotras hacíamos con la leche del recreo. Era torpe, no cabía la menor duda, éramos dos torpes sin complejos, débiles y felices. Las heridas en los pliegues de sus rodillas secas le daban más explicaciones a su padre que las que ella le daba, nunca le gustó demasiado hablar. Sin embargo, lloraba a menudo.

Un día vimos Pippi Calzaslargas en su casa. Cuando acabó, la peiné como ella. Luego, Lara quiso ponerme el mismo peinado. Yo no tenía el pelo tan liso como el suyo, ella lo sabía, pero quería hacerlo. Catástrofe. Enseguida perdió la paciencia. Hubo tirones y quejas de disgusto por su parte. Yo sabía que estaba exagerando, tenía que estar exagerando, mi madre me peinaba todas las mañanas y nunca tardaba tanto, ni me hacía tanto daño, pero aguanté confiada. De repente, se marchó. La escuché correr, luego subió las escaleras y, al final, dio un portazo. Se había ido, me había dejado sola en su salón, en su casa y además, sin trenzas. Pensé que no quería jugar conmigo. Me puso muy triste. Corrí a la cocina, su padre estaba allí con la música alta preparando la merienda, no se había enterado de nada. Yo se lo conté casi llorando. Me dijo que no me preocupase, que a Lara se le pasaría enseguida. No estaba nervioso, todo lo contrario, me transmitió su calma al momento; el agotamiento vendría muchos años más tarde. Esperó conmigo hasta que mi desconsuelo se hubo esfumado y me dijo, amable, que él me peinaría después, que no pasaba nada, que Lara a veces era muy impulsiva ; solo después subió a hablar con su hija. Leí mi libro, mientras tanto, y al poco rato bajaron los dos. Ella estaba tranquila, tanto como él. Lara me dio un abrazo intenso, me dijo que lo sentía y merendamos, con la sensación de que nada había pasado. Mientras, su padre me peinó. Una hora más tarde me vino a recoger mi madre. Lara insistió en que me llevase un muñeco – y su cuna- que le habían regalado por duplicado. Su padre se empeñó con ella, mi madre dijo que en casa no había sitio para más juguetes, pero al final Lara se salió con la suya, una vez más. En el trayecto de vuelta, le conté a mi madre lo que había pasado. Le extrañó al principio, pero después de pensarlo varias veces me dijo que eran cosas que hacían los niños, rabietas y todo eso. Me dijo que yo también podía haber actuado así, pero yo sabía que no, y sé que en el fondo, ella pensaba como yo.

Catorce años después, Lara tiene un problema. No es físico, pero le da tantos problemas como si le incapacitase para caminar. Tiene un trastorno obsesivo compulsivo (TOC), y todo lo que mejora lo pierde con cada ataque, su padre ya no sabe qué más hacer; ninguno de los dos puede llevar una vida normal. Hace mucho que no tengo contacto con ella, pero me han puesto al tanto.Me la imaginé repetitiva, tan metódica como siempre, y entonces recordé el día en su casa, y su manera de obrar, aquellas manías suyas, la mirada vacía, tan pendiente de sus delirios, los gestos que no conseguían decir nada, y aquella sonrisa dulce; todo era inherente a Lara. Advertía esas cosas con atención cuando éramos pequeñas, pero, entonces, a mí solo me importaba jugar, y no le di mayor importancia.Ahora Lara solo piensa en rituales que la obcecan, turbios, que hace de manera casi inconsciente. Su libertad y su esencia se han esfumado condenadas por una enfermedad neurológica que la trastorna poco a poco entre altibajos e inquietudes interminables, y que no parece tener fácil arreglo .

Yo aún juego, me importa incluso más que antes, y ella ya no puede, de hecho, ni sonreír, ni alegrarse, ni gritar de euforia, ni llorar en un concierto, ni probar el alentador aroma de la noche, ni pintarse los labios, ni subirse a unos tacones. Nada de nada, y es terrible.






ff.

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